Nuestra mirada, se detiene una vez más, ante esta imagen que nos narra el evangelio de Lucas. Una solemne liturgia que nos regala Jesús.

El Señor fue a Nazaret, donde se había criado. El sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. Abrió el libro del profeta Isaías, lo leyó… lo cerró… y se sentó.

El silencio de Jesús y la asamblea, nos invita a meternos en la escena, que se remata con un “hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”, que atrae, todas las miradas hacia el Señor.

Jesús se revela a sí mismo. Es Él, el que da cumplimiento a las promesas del Padre. Es Él, el “Ungido” y el “Enviado”. Es Él, la Palabra encarnada y cumplida, hasta la obediencia de la cruz. Es el Anunciado y Esperado desde siempre, donde Dios se hace presente entre los hombres para salvarlos.

Es el Espíritu de Dios, quien lo ha ungido y lo ha enviado.

Unidos a ese Espíritu, escuchamos, como el Padre Bueno, que se abaja para escuchar el dolor de los pobres. “He visto y escuchado la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado su clamor contra sus opresores, conozco sus sufrimientos y he bajado a liberarlo”.

En esta escucha y desde esta escucha, el Señor sigue llamando, ungiendo y enviando.

La cruz, nos recuerda el Papa Juan Pablo II en su encíclica sobre la misericordia, “es la inclinación más profunda de Dios, en Cristo, hacia el hombre. Un toque divino del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia humana”.

Año tras año, necesitamos también nosotros celebrar, deteniendo nuestra mirada y nuestro corazón en esta escena, como alimentando nuestro ser de discípulos. Encontrando nuestra identidad en esa unción que nos impulsa a la misión, al anuncio, a la entrega… hasta la propia vida. Allí Jesús, también enseña.

Llegamos, a renovar nuestra vida consagrada, para volver a escuchar de los labios del Señor, aquel envío “a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”.

En cada uno de nosotros, sellados por el santo crisma, ungidos para el servicio del Pueblo Santo de Dios en el sacerdocio ministerial, el Señor, podría decir: “en ellos, esta Palabra que acaban de escuchar, hoy también se cumple”.

Somos elegidos y llamados, para ser copartícipes de esta promesa de Dios de salvar a su Pueblo. Hoy el Señor, quiere contar con cada uno de nosotros para servirlo en sus hijos y llevarlos hasta su corazón. Es Dios, quien en su querer salvador, quiere contar con nosotros: “no son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los ha elegido a ustedes, y los envío para que den fruto”.

El Señor nos ha mirado, nos ha elegido sin otra razón más que su amor infinito. Nos ha llamado, nos ha ungido, y nos ha enviado por amor, a servir. Es él quien nos ha hecho capaces de “lavar los pies de los hijos que nos confía”.

La imagen de la sinagoga de Nazaret, en su Palabra escuchada y recibida, evoca tantas imágenes que aparecerán después en la vida de Jesús.

Aquel buen Samaritano que en la parábola del Evangelio, “llegó junto al golpeado, al verle tuvo compasión y acercándose lo vendó”.

Aquel Padre misericordioso, que lejos de enojarse, dejaba la puerta abierta, y salía a mirar tantas veces a la espera del retorno de su hijo.

Aquel Jesús, que se detenía frente a la Samaritana, para regalarle el Agua Viva.

Aquel Jesús, que desde la cruz, se dejaba robar el cielo por un ladrón arrepentido.

Aquel Jesús, que con maternal paciencia, les enseñaba a sus amigos, que para ser el primero, había que hacerse servidor de todos.

¡Qué bueno es pensar en este Dios compasivo, que quiere seguir sembrando entre nosotros, su misericordia y su perdón!

¡Qué bueno es pensar en este Dios, que en su misericordia, nos hace partícipes de su misión, a pesar de conocer nuestra pequeñez y nuestro pecado!

Damos gracias al Dios Bueno y renovamos nuestra promesa de permanente conversión y entrega cada día un poquito más. Le pedimos nos regale, el hacernos capaces de ser servidores y padres de su pueblo amado en estas tierras pampeanas. Le pedimos nos haga capaces de alegría en nuestra entrega, cercanía y entusiasmo con que queremos gastar la vida.

Somos ministros de misericordia. La que brota del Corazón de Cristo, que se entregó hasta el final, para decirnos “el te quiero de Dios”, que sigue cumpliéndose entre nosotros, asegurando su presencia hasta el final de los tiempos.

Somos partícipes de la misión que el Padre Dios, encomendó a su Hijo Jesús, y que Él ha querido comprometer para llegar al mundo entero.

Les pido que no nos guardemos nada de esa misericordia, con la que quiere el Padre llegar al corazón de todos.

Les pido que no nos cansemos de alcanzar el amor, el perdón y la gracia, que no nos pertenecen, sino que es de Aquel, Señor de la Vida.

Que sepamos acompañar las alegrías de los hombres, pero también llegar hasta los dolores más profundos, para tenderles la ternura y compasión de Dios.

Fuimos ungidos para lavar los pies, para ser cireneos de las cruces de los hombres en un mundo que sigue gritando, como aquellos griegos del Evangelios a los apóstoles, “queremos ver a Jesús”.

No queremos que nos hablen de Jesús, queremos verlo. Queremos que nos muestren a Jesús.

Necesitamos llenar nuestro corazón con su Palabra de Buen Pastor, pero también llenar nuestros oídos con los gritos de su Pueblo. En este Pueblo, hay una palabra que grita “la misericordia no puede esperar”, “la misericordia, no puede esperar”.

Experimentamos nosotros mismos, la necesidad de ser alcanzados por esta misericordia y el perdón, de ser vendados en nuestras heridas, de ser lavados de nuestros pecados, de ser recibidos en el corazón con la ternura, paciencia y mansedumbre del Padre Dios.

Experimentamos la necesidad de dejarnos abrazar como el hijo pródigo, o ser cargados sobre los hombros del pastor, una y mil veces.

Somos, dirá el Papa Francisco (EG114),”miembros de una Iglesia Pueblo de Dios, de acuerdo con el gran proyecto de amor del Padre. Esto implica ser el fermento de Dios en medio de la humanidad. Quiere decir, anunciar y llevar la salvación de Dios en este mundo nuestro, que a menudo se pierde, necesitado de tener respuestas que alienten, que den esperanza, que den nuevo vigor en el camino. La Iglesia, tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio”.

Le pido a Dios para ustedes y para mí, que no nos cansemos de ser ungidos y enviados.

Que no nos cansemos de alcanzar su misericordia a los hombres.
Que no nos cansemos de cargar sobre nuestros hombros a los hermanos, como cargó Él, la cruz por nosotros.
Que no nos cansemos de lavar los pies de este Pueblo.

Que no nos cansemos de acercar la ternura de Dios a los más pobres, a los tristes, a los solos, a los enfermos.

Que no nos cansemos de acercar a su corazón a los demás, aunque suponga muchas renuncias y mucha humildad.

Que no nos cansemos de abrir las puertas a todos, para que puedan acercarse al Señor.

Que no nos cansemos de salir a buscar a los que están más lejos o perdidos.

Que no nos cansemos de rezar, ahora y siempre por los hijos que nos puso en el camino.

Que no nos cansemos de perdonar en su nombre y ser el rostro de Jesús, que en su corazón nos lleva a todos.

En una oportunidad, le preguntaron a la Madre Teresa, qué cosas la Iglesia debía cambiar, por dónde debía la Iglesia comenzar para estar más cerca de todos los hombres, para cumplir más claramente el sueño de Dios. Ella, sonriendo contestó: “por mí”.

Con la certeza de que nuestro servicio a Dios y a la Iglesia como consagrados, ungidos y enviados, comienza en nuestro corazón, me encomiendo y los encomiendo al corazón de María Santísima, Señora de La Pampa, Madre de los sacerdotes, Madre nuestra .

Que así sea.


+ Raúl Martín