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El Espíritu Santo nos consagró por la unción, y nos envió para anunciar la Buena Noticia. Buena Noticia recibida en el regalo de la fe, y vivida en la alegría del Evangelio. Alegría que llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús.

Sin embargo, los discípulos, sólo cuando aprendieron a amar, la anunciaron.
Cuando pensaba qué quería compartir con ustedes en esta celebración tan especial para sacerdotes y consagrados, me venía al corazón muchas veces, aquello de los discípulos: “Señor, nosotros lo hemos dejado todo para seguirte”. Y nuestro pueblo, merece y necesita que le demos todo nuestro corazón y todo nuestro ser a Dios, para servirlo en ésta, su Iglesia.

Y es verdad, o al menos en parte, y quiera Dios lo sea desde la más profunda sinceridad, aunque tantas veces fallemos, y queramos muchas veces, volver nuestra mirada atrás,…, y lo sabemos, está en nuestra memoria y en nuestro corazón: “el que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no es digno del Reino de Dios”. “El que no me ama, más que a su padre, a su madre o su hermano, no es digno de mí”.

“Señor, lo sabemos, pero somos flojos, débiles, tan solo criaturas traspasadas por tu amor, pero tantas veces incapaces de una fidelidad plena, y tantas veces también, empobrecidos en la fe y en la esperanza. Cansados de nuestras luchas, encerrados en nosotros, defendiendo poquedades que no ensanchan el corazón.”

“¿Qué más podemos querer Señor, que dejarlo todo para seguirte?

¿Qué más podemos querer, que gastarnos y desgastarnos por Vos, en el servicio a los hermanos?

¿Qué más podemos querer, que ser felices, entregando la vida,…, amando.”

Necesitamos cada día, volver a aquel momento y lugar del corazón, donde nos supimos llamados en el amor de Jesús. Allí donde descubrimos su mirada amante, que nos invitaba a seguirle sin reservas.

Necesitamos abrirnos cada día más a su misericordia, para ser capaces de ser misericordiosos.

Necesitamos entusiasmarnos con el Evangelio del cual queremos ser portadores y testigos vivos del amor del Padre.

Necesitamos profundizar nuestra experiencia de amistad con el Señor, para ser verdaderos puentes entre Dios y los hombres.

“Sentirte y saberte cercano Señor, experimentando tu ternura y tu presencia en nuestra vida. Hacernos tus amigos”.

Pero, ¿cómo hacerlo con nuestro pequeño corazón, tantas veces herido y lastimado?. Tantas veces endurecido o agobiado, empobrecido por nuestros límites y pecados.

En una de sus tempraneras Misas romanas, el Papa Francisco, nos decía a principios del año, al comentar el Evangelio.

“Los discípulos no habían comprendido la multiplicación de los panes, porque tenían un corazón endurecido”. Eso que los apóstoles eran los más íntimos de Jesús. Pero no entendían. E incluso, habiendo asistido al milagro, habiendo visto que esa gente, más de 5000, habían comido con cinco panes. No comprendían.”

Muchas veces Jesús habla en el Evangelio de la dureza del corazón, reprende al pueblo de dura cerviz, llora sobre Jerusalén porque no habían entendido quién era Él.

El Señor, se confronta con esa dureza. Tiene un gran trabajo, para hacer más dócil ese corazón de los amigos. Un trabajo que continúa hasta después de la resurrección, con los discípulos de Emaús y muchos otros. Y continúa haciéndolo hoy también con nosotros.

¿Cómo es posible que esta gente que estaba siempre con Jesús todos los días, que lo escuchaba, lo veía, tuviese un corazón endurecido?. ¿Cómo puede un corazón llegar a ser así?, se preguntaba el Papa.

El corazón se endurece por experiencias dolorosas, por experiencias duras. Es la situación de quienes vivieron una experiencia muy dolorosa y no quieren entrar en otra aventura.

Es lo que les sucedió a los discípulos de Emaús tras la resurrección. “Hay mucho ruido, se dicen muchas cosas, pero, “marchemos un poco lejos, porque nosotros,…, nosotros esperábamos que éste fuera el Mesías, y no lo era. No queremos ilusionarnos de nuevo.”

Lo mismo le sucedió a Tomás. “No yo no creo. Si no pongo el dedo allí, no creeré”. El corazón de los discípulos es duro, porque habían sufrido mucho. “El que se quema con leche, ve una vaca y llora”. Es la experiencia dolorosa que nos impide abrir el corazón.

Otro motivo, es la cerrazón en sí misma, construir un mundo en sí mismo. Esto sucede cuando el hombre se encierra en sí, en su comunidad, en su parroquia y se enferma.

Se trata, dice el Papa, de una cerrazón que puede dar vueltas alrededor de muchas cosas: del orgullo, la suficiencia de pensar que yo soy mejor que los demás, o también la vanidad. Existe el hombre espejo, que está encerrado en sí mismo por mirarse a sí continuamente, se podría definir como “un narcisista religioso”. Estos tienen el corazón duro, porque son cerrados. Y buscan defenderse con estos muros que construyen a su alrededor.

Existe otro motivo para endurecer el corazón: la inseguridad. Es lo que experimenta quien piensa: “yo no me siento seguro y busco dónde aferrarme”. Esta actitud es típica, de la gente apegada a la letra de la ley. Sucedía con los fariseos, saduceos y doctores en época de Jesús. Quienes objetaban: “pero la Ley dice esto,…, dice esto hasta aquí”.

Y así, hacían otro mandamiento. Al final, “pobrecitos”, se cargaban 300 o 400 mandamientos y se sentían seguros.

En realidad, todas estas son personas seguras, pero como está seguro un hombre o una mujer en la celda de una cárcel detrás de las rejas.

Es una seguridad sin libertad. Mientras que es precisamente la libertad, la que vino a traernos Jesús.

El corazón en efecto, cuando se endurece, no es libre y si no es libre es porque no ama. Y el corazón de los discípulos estaba endurecido, porque aún no habían aprendido a amar.

¿Quién nos enseña a amar?, ¿quién nos libera de esta dureza?. Puede solamente hacerlo el Espíritu Santo. Se podrán hacer todos los cursos del mundo, pero nunca, serán capaces de darnos la libertad de los hijos. Sólo el Espíritu Santo, mueve el corazón para decir “Padre”. Sólo Él, es capaz de aplastar, de romper esta dureza del corazón, y hacerlo dócil al Señor. Dócil a la libertad del amor. No por casualidad, el corazón de los discípulos permaneció endurecido hasta el día de Pentecostés. Sólo cuando vino el Espíritu Santo, las cosas cambiaron.

Pidamos hoy, todos juntos, consagrados, sacerdotes, el obispo, en este tiempo privilegiado de gracia, que el Espíritu Santo, que ungió al Señor y lo envió a anunciar la Buena Noticia y la libertad de los hijos de Dios, unja nuestro corazón, sane nuestras heridas, nos haga plenos en el amor, para poder llevar su nombre donde Él nos quiera, para seguir lavando los pies y ungiendo a los hermanos.

Pidamos al Señor la gracia de tener un corazón dócil, que nos salve de la esclavitud del corazón endurecido, y nos lleve hacia adelante en la hermosa libertad del amor perfecto, que nos hace capaces de entregarnos plenamente y ser los amigos fuertes del Señor.

“María, Madre de Jesús y Madre nuestra, Señora de La Pampa, tocá nuestro corazón con tu maternal ternura, para que dóciles al Espíritu Santo, seamos todos verdaderos testigos del Resucitado en medio del Pueblo que el Señor nos confía”.

+ Raúl Martín